Se había muerto mi bisabuela, tenía casi 100 años y mi papá estaba muy triste. Él había vivido con ella durante su paso por la preparatoria. Ella lo había cuidado, lo había alimentado, regañado, planchado la ropa, etc. Existía un vínculo más allá de la sangre entre mi papá y mi bisabuela.
Yo en cambio no sentía nada, jamás conviví mucho con ella, la conocía y la veía siempre el 25 de diciembre. Íbamos a comer pavo a su casa y para mi era de lo más aburrido estar ahí, lo único divertido era lo intricado de la arquitectura de la casa; tenía un atrio, algunos cuarto se comunicaban por medio de puertas escondidas, es decir, era el lugar perfecto para un niño curioso y poco convencional como yo.
En el funeral todo mundo lloraba, yo no podía sentir nada, lograba observar a la gente con seriedad y a veces un deseo de escapar se apoderaba de mí, pero resistí estoicamente. Miraba fijamente la puerta cuando entró Myriam. Se veía el dolor en sus ojos, sus labios gruesos temblaban, su cabello estaba alborotado y su mirada se encontró con la mía. No sé qué pasó, pero inevitablemente me acerqué a ella y la abracé. El abrazo fue fuerte, sentí su calor y el latido acelerado de su corazón, mientras el mundo a nuestro alrededor se desvaneció. Yo quise estar ahí para ella, sin saberlo, sin pensarlo, mi existencia tuvo un propósito en esos minutos, ayudarla a seguir su camino.
Años después…
Había muerto mi sobrina. Yo estaba muy triste, mis hermanas, mi papá, mi mamá… muy tristes. Era el fin de una nueva vida, una vida que se había entrelazado con la mía y que marcó mi alma para siempre. Mucha gente fue ese día, muchos lloraron, muchos sonrieron, algunos otros solo permanecieron callados, como yo lo había hecho años atrás en el funeral de mi bisabuela.
Mis ojos vidriosos veían como a través de una ventana en un día de lluvia, como si estuviera tratando de ver en una pecera. Cuando pude aclarar mi vista y el mundo comenzó a cobrar nitidez pude ver a Myriam. Ella estaba seria, parada con fuerza en el centro de la funeraria, con la mirada fija en mí. Abrió los brazos para recibirme. Me acerqué lentamente y nos abrazamos, me devolvió la fuerza y yo le regresé todas las lágrimas que ella me había regalado. Pude sentir el latido de su corazón, esta vez sereno y calmo, el abrazo fue fuerte, y el equilibrio fue restaurado para permanecer así por siempre con aquella prima que parecía mi hermana.
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