Templo en Matsushima |
Camino al templo... |
Era una mañana de lunes, cuando
César y yo terminamos de hablar con los representantes de Singapur, entonces,
César me dijo “Luis Felipe, eres libre, te veo en el trabajo la semana que
viene”. No voy a negar que toda mi aventura para llegar a Japón me había
fascinado, también estaba encantado por haber viajado de Tokio a Sendai, por
comer en las calles, por ver anime por todos lados y por estar en la torre de
Naciones Unidas. Pero hasta ese momento, todo había sido reuniones de trabajo y
a partir de ese preciso momento era libre de conocer mi país favorito: Japón.
Desde niño sentí fascinación por
Japón. Cuando jugaba al “Stop” con mis primos, elegía siempre Japón. Mi
fanatismo por Japón no se reduce al gusto por el anime, como es el caso de la
mayor parte de los japanofílicos de México. No, yo voy más allá. A mí me
encanta su comida, sus ciudades, su historia, su cine, su arte plástico, su
música, sus mujeres, su religión, sus mascotas, sus contrastes, lo he estudiado
toda mi vida. He leído más libros de historia de Japón que de cualquier otro
país, así como revistas, blogs, etc.
Venta de pinturas en la calle |
Ese día, Laura y yo, decidimos ir
un poco más al norte de Sendai, a un pequeño pueblecito llamado Matsushima.
Sendai es la ciudad más importante de la región de Tohoku, que fue una región
gobernada por el señor feudal Date Masamune. Masamune (con el mismo nombre de la
espada del Frog en el Chrono Trigger) vivió en Matsushima y construyeron un
templo en su honor.
Fuimos a la estación de tren de
Sendai, que era muy bonita. Vendían unos pequeños panecitos llamados “moshi”,
también había dulces, revistas, etc. Tomamos un pequeño trenecito rumbo al
norte, que nos trasportó lenta, pero cómodamente. Al bajar del tren, sentí la
paz. Se escuchaba muy tenuemente el mar, como una caricia muy suave, no era
estruendoso, no era bravo, era un suave arrullo que se sentía en el aire. La
humedad era moderada y fresca, una sensación nueva de mar y bosque
entremezclada. Las pequeñas callejuelas daban la sensación de familiaridad, me
hacía imaginar historias de un pueblo donde todos se conocen.
Estatuas que estaban camino al templo |
Empezamos a caminar rumbo al
templo de Masamune, en el camino, a un lado de la calle se podía ver el mar
inmenso y azul, y sobre él, unas cuantas islas salían a saludarme. La gente
caminaba lentamente por las calles, sin prisa. Había varios vendedores situados
a lo largo del camino que llevaba al templo. Vendían brochetas de pulpo, ramen,
dulces, presentōs (souvenirs) de gatitos de la suerte, dragones, etc.
Laura me recomendó comer gyūtan, que es la comida típica de la
región de Tohoku, es lengua de res a la parrilla, pero en Matsushima la
preparaban con condimentos y la insertan en un palo, como si fuera una paleta
de carne. Obviamente, moría por probarla, pero decidimos primero continuar
nuestro camino al templo.
Adentrándose en el bosque |
La entrada del templo nos
adentraba en el bosque, alejándonos del mar. El sendero era poco inclinado y
había una la sensación cambio en el
clima, el calor se había ido de pronto. Un silencio fresco me envolvió, escuchaba
claramente el viento, un poco de agua corriendo cerca y un tenue rumor de voces
de turistas. Hermoso lugar para caminar: piedras, estatuas budistas y
sintoístas, grandes pinos alzándose a la orilla del camino, musgo verde, nubes
blancas y un cielo azul se asomaba entre lo alto de los árboles.
El templo era de madera, al entrar nos quitamos los zapatos y
comenzamos el recorrido. La sensación de andar descalzo me resultó maravillosa,
podía sentir en la planta de mis pies la fresca madera. Al entrar, todos
guardaban un silencio respetuoso, caminamos hablando en voz baja, observando
los colores, que a diferencia que la mayoría de los templos japoneses, estos
eran más claros y rústicos. La combinación principal era entre el blanco y el
café, aunque había algunas tonalidades de rojo que no pueden faltar en Asia.
Había algunas armaduras que usó Date Masamune, famosas por sus cuernos asimétricos. Las pinturas eran clásicas de la
época Tokugawa, planas, con mucho rojo y amarillo, ejemplificaban momentos
claves en la vida de Date. Estuvimos un buen tiempo en ese hermoso lugar, en
la sala de meditación nos sentamos un rato, con las piernas entrelazadas en
silencio, observando cada detalle, bebiendo cada segundo, respirando la
frescura del bosque y la antigüedad.
Afuera había jardines, bancas
rojas, arena, estatuas, bosque, sueños, historia y toriis (arcos). Fue como
encontrarme a mí mismo en algunos momentos, una sensación de déjà vu me abordaba cada vez que
observaba con atención un árbol o a un torii rojo que se alzaba en contraste con lo
verde. “Alguna vez viví aquí” me dijo a mí mismo y cuando dije estas palabras
una sensación de frío y calor me recorrió de la columna hasta la nunca. No es que
los jardines fueran magnificentes como algunas obras de occidente, eran
sencillos, pero reflejaban paz, armonía, es algo que se puede explicar cuando
estás ahí y simplemente lo sabes.
Puente rojo |
Después caminamos nuevamente
hacia la calle. Al fin comimos gyūtan y pan de arroz, la gente siempre
era muy amable con nosotros, aunque no entendíamos japonés y ellos no entendían
inglés, no fue difícil que adivinaran que queríamos comer y que pudiéramos pagar
el número de yenes adecuados. El sabor de la comida era fuerte y diferente, todavía puedo saborear en mi boca esa sensación rústica, como todo lo que había conocido ese día.
Finalmente, teníamos que cruzar
por los puentes rojos a las islas. Esas pequeñas islas que decoraban el mar
como manchas verdes de moho, esos terrones que se aferran a dar vida a algunos
pinos y arañas. En las islas había varios templos. Respetuosamente, tocamos la
campana uno de ellos y guardamos un momento de silencio mientras el sonido de
la campana se extinguía lentamente. En una isla, la más grande, de repente todo
se volvía silencioso cuando atravesamos por un lugar cavernoso. En el cielo se
podía ver una enorme telaraña y varias arañas parecían flotar entre las nubes y
el sol. De pronto en el silencio sólo escuché el sonido de los insectos, un
sonido que había escuchado tantas veces en animaciones japonesas, me sacó una
sonrisa descubrir que eran sonidos reales, que no formaban parte de un estudio
de animación, sino a la naturaleza propia de la isla.
Arañas flotadoras |
Poco a poco iba atardeciendo, el
sol se perdía entre los pinos más altos y las montañas del oeste. Era hora de
volver. Mi corazón latía con velocidad al sentir que me despedía. Esperaba en
la vieja estación del tren, donde había casitas de madera y unos pocos
japoneses esperaban como yo, cerca de las vías del tren. Subí al tren, pero no
fui infeliz. Sólo supe que recordaría ese día para el resto de mi vida, era uno
de esos días que te marcan, que te cambian. Me iba en ese tren y dejaba algo en
ese lugar, un suspiro, un respiro, una mirada…
Papelitos de los deseos |