Nos juntamos en mi casa de México
a pistear. Ya cuando eran las 12 de la madrugada, mucha gente se empezó a ir
por que tenían que trabajar el otro día. ― Así son los martes 13 ― dijo
Rodolfo. Era la típica peda, donde la raza que quedaba, ya estaba empezando a
filosofar; algunos seguían hablando de las elecciones, que Peña Nieto está bien
pendejo, qué hubo fraude, que hay que respetar al IFE, etc.
Los siete grandes que seguíamos en pie
de lucha, es decir, con ganas de pistear “como si no hubiera mañana” éramos, el
Dogo, el Gera, el Mike, el Rudo, la Diega, el Mireles y yo. Entonces se me
ocurrió la idea “friki” de hacer un rito de invocación. ― Déjate de mamadas, pinche payaso
― dijo el Diego, como era su costumbre de protestar ante todo. ― No, fuera de
onda, está curado este rollo, miren, dice la leyenda que si se reúnen siete
personas, se sientan en forma de círculo y cada uno cuenta una historia de
terror, el miedo acumulado del alma humana, hace un llamado a través de varias
dimensiones y se aparece un fantasma
azul. Cada uno de nosotros debe de tener una lámpara de papel azul y cuando
terminemos de contar el cuento, la apagamos, así hasta que hayamos apagado las
siete velas dentro de las lámparas. ― Yo digo que chale ― dijo Rodolfo. ― !Qué
culones! ― dijo el Gera: ― Hay que hacer esa madre que dice el Munguía, nomás
pa’ ver que pedo.
El Mike dijo que le parecía buena
idea, los demás también estaban convencidos, el Mireles dijo, mirándome con los
ojos entrecerrados y sonriendo levemente: ― Mungs no me digas que tienes esas
pinches velas y lámparas de papel. ― Ahuevo ― dije también sonriendo. ―Pinche
wey, me cae que eres bien raro ― apuntó el Rudo. ― Bueno, bueno, bueno, ya trae
las pinches lámparas ― interrumpió el Gera, el parecía más entusiasmado que
todos en contar una historia de terror.
Saqué las lámparas, prendimos las
velas, apagué las luces y mi departamento quedó iluminado por una tétrica luz
azulada. ― Ay wey ― dijo el Diego ― Si está “vergos” esto. ―Tranquilo, ¿quién
empieza? ― dije. El Gera se levantó, le tomó un trago de fondo a su cheve y
dijo: ― Por supuesto que yo…
Doble
Ración
Hace muchos años viajé por Asia.
Decidí que quería conocer lugares no visitados por nadie, así que busqué guías
que me llevaran a donde nadie quería ir. En mi búsqueda me topé con una leyenda
japonesa que hablaba de la isla azul, que originalmente fue creada sólo por
burbujas, antes de que todas las islas del mundo pudieran haber sido creadas.
Indagando, encontré un viejo pescador me afirmaba que él sabía llegar a esa
isla, pero temía que no quería atracar ahí, me podía acercar lo más posible y
volver por mí una semana después.
No voy a mentirles, ni tampoco a
exagerarles, el viaje fue tranquilo, el mar en esa parte del mundo parece
muerto. Tiene olor a algo que se mueve poco, como peces estancados en el mismo
lugar. El cielo estaba completamente despejado y sin neblina, tampoco había
nubes, ni aves en el cielo. A los tres días divisamos en el horizonte a la isla, el viejo me indicó que me podía acercar
un poco más, mientras su barca no tocara la tierra. Después de unas horas,
descendí de la balsa, el agua me llegaba a la cintura y sentí el fresco del mar
envolviendo la mitad de mi cuerpo. El viejo se veía sereno, se rascó la cabeza y
me advirtió que tuviera mucho cuidado: ― la isla estaba embrujada. Me animé más,
me alegré honestamente, lo que más deseaba en el mundo era encontrarme con
cosas extraordinarias, la vida tiene más sentido si puedo toparme con lo
fantástico. Claro, en ese momento, aún no ponía a prueba mis nervios y mi
sensatez, poco sabía de lo cerca que estaba de cumplir mi ilusión. ― Está
embrujada. Recuerda ver tus manos y repetir tu nombre si necesitas saber quién
eres. ― Sí señor, gracias. El viejo seguía observándome, me daba la sensación
de que veía a través de mí.
Me adentré a la isla y al poco
tiempo descubrí una aldea. Me impresioné. La gente era muy tradicional, vestían
ropa japonesa antigua, caminaban por caminos de tierra bien definidos y sus
casas estaban elaboradas con madera rústica y papel. Mi sola presencia paralizó
al pueblo, que estupefactos me miraron como bicho raro, asumí que era natural,
ya que pocos viajeros habían pisado esa polvorienta localidad.
Salude con un movimiento de
cabeza, sabía que no habría forma de comunicarme con ellos. Se acercaron a mi
unos niños y un anciano, me saludaron jovialmente y empezaron a hablar en
alguna variante de japonés. La gente estaba feliz con mi presencia, todos
venían a saludarme y yo regresaba el saludo, hasta que por fin una anciana muy
vieja y pequeña habló en un español perfecto: ― Te saludo foráneo. Te hemos esperando
varios siglos, por fin se ha cumplido el designio de esta isla. Escuchar sus
palabras me dejó perplejo, no esperaba escuchar nuestro idioma en lugares tan
remotos… ― ¿Cómo es qué sabe español? ― la vieja soltó una carcajada y me
dijo: ― He dejado de sorprenderme de las cosas que sé. Esa fue su única
respuesta, así que la respeté y seguí de
pie, pensando en que algo extraño estaba a punto de ocurrir.
― Ven ― me indicó ― Esta noche
festejaremos. El sol antiguo nos llama, llegas en el tiempo preciso. La bella
Mitsuko te está esperando. ― No entiendo, no conozco a Mitsuko ― dije
completamente desconcertado. ― Eso es lo que tú crees. Cuando la veas, la
recordarás ― Fue su vaga respuesta.
Caminamos durante varios minutos a
la plaza central del pueblo. La plaza estaba decorada con varias estatuas de
dragones que parecían girar alrededor de algo que ineludiblemente era el sol,
había varios árboles de sakura que apretujaban el ambiente de la plaza y en el
centro había un largo camino que atravesaba todo el pueblo. Empezaron las
danzas, la comida, la fiesta, los fuegos artificiales, las carcajadas, la
celebración al antiguo sol. Me dejé llevar por la fiesta, bebí, comí, sonreía a
todo el mundo, hasta bailé un poco. La comida era deliciosa, el ambiente era
perfecto, las bebidas embriagantes. Era felicidad pura, la experiencia perfecta
que nunca olvidaré.
De repente todo quedó en silencio.
Miré a todos lados y la anciana se puso de pie y dijo unas palabras en japonés.
Después me miró y dijo: ― Mitsuko se aproxima, ¿estás listo?, inmediatamente dije que sí,
sin pensarlo. Todos se movieron del camino central, al final del camino pude
ver la figura de una mujer completamente de rojo, con cabellera larga y negra,
que caminaba hacia mí. Tardo varios minutos en llegar y todos estábamos en
silencio, observándola. Cuando por fin
llegó, se inclinó ante mí y me dijo en español perfecto ― Soy tu prometida de
tus otras vidas. Era perfecta, la simetría de su rostro, sus ojos negros, su
boca roja, su voz melódica, hasta podía percibir su olor a flores. La anciana
me preguntó ― ¿Aceptarás casarte con ella? ― no sé si fue el alcohol, la
belleza, el cansancio, la felicidad o la combinación exacta del tiempo y el
espacio, pero de mi boca brotó la palabra ― Sí.
La ceremonia fue folklórica. Después la
vida con Mitsuko fue deleitosa hasta el día 6. Todos los días la vislumbraba al
despertar, su respiración paralizaba la mía, sus miradas detenían el tiempo,
sus manos eran suaves como el barro y su sonría irradiaba todo como el sol. Sin
embargo, no todo estaba bien, algo me pasaba. Mi felicidad siempre se ponía
delante para ocultar que me estaba debilitando, cada mañana tenía menos fuerza
y no sabía por qué.
La mañana del sexto día salí a caminar
un rato por el pueblo, cuando me encontraba por primera vez lejos de Mitsuko, un agujero se abrió en mi estómago con un vigor tormentoso. Moría de hambre,
quería comerme todo, un árbol, la tierra, el pasto, a la gente que pasaba, las
nubes, todo me parecía apetitoso. Reparé en un señor que vendía frutas y me
acerqué para pedirle una, la mordí y sentí el placentero sabor de la manzana en
mi boca, ácido y dulce; se disolvía en mi lengua y resbalaba lentamente a mi
estómago.
Me di cuenta que había perdido varios
kilos, era obvio que algo malo me estaba ocurriendo. Había algo en ese perverso
en el pueblo y en Mitsuko. Tratando de recordar los últimos días, caí en cuenta
que no recordaba haber comido nada en absoluto, la última vez había sido en el
festival del sol. Quería comer otra manzana, pero no podía seguirlas tomando
gratis. No sabía qué hacer. Si regresaba con Mitsuko, quizá volvería olvidar todo.
Decidí regresar a casa cuando la luna se mostraba completamente llena en el
cielo.
Encontré a Mitsuko en la cocina, al
instante me sentí enamorado. La sensación cálida recorrió mis venas y paré
junto a la mesa. Indeliberadamente recordé que debía tener hambre, aunque sólo
sentía una inmensa sensación de sueño y flotación. Me miré las manos y dije en
voz clara ― Yo soy Gerardo Hernández. ¡En ese momento pude ver la realidad! Mis
ojos se abrieron con ardor, mi boca se secó de pronto, el hambre combinado con
miedo era devastador, mi estómago se hizo trizas, mis dedos temblaron y no pude
evitar caer al suelo en mis rodillas. Mitsuko estaba devorando toda la comida,
pero tenía una enorme boca en su nuca que era la que comía todo con avidez atroz,
de mi cuerpo se debilitaba, como si estuviera consumiendome. Sus cabellos eran
como tentáculos negros y horripilantes que tomaban palillos, platos y cuanta
cosa estuviera en su camino.
Me puse de pié con toda la energía que
me quedaba y comencé a correr. Corrí sin parar hasta que llegué al lugar en
donde me había dejado el viejo una semana atrás. Mi corazón acelerado, mi mente
volando, mi respiración entrecortada y a lo lejos escuchaba el rumor de una
muchedumbre que se acercaba. En el horizonte vi la pequeña balsa, me eché al
mar y nadé con todas mis fuerzas, hasta llegar a la balsa del viejo. Subí y me
quedé tendido viendo a las estrellas, el viejo no hablaba, seguía remando
tranquilamente. ― Gracias ― le dije. El sólo me sonrió.