¡Cuántas palabras caben en tus besos Kara! Recuerda suspirar por ti
todas las noches. Tienes la boca llena de dulces rubíes. Tus labios son fresas,
las fresas son dulces rojos, rojos rubíes. Tus ojos me ciegan de tanto
resplandor. Tus ojos son soles, el sol es el fuego, el fuego la luz, la luz
resplandece.
Kara Thrace libera su cuerpo y lo
deja caer en lo suave de su cama. Su mirada perdida, trata de enfocarse en la
fotografía. Un espiral de colores. Dibujo recurrente de su infancia, capturado
ya hace mucho tiempo en un trozo de papel, verlo ahora implica divergencias
extrañas.
Se desnuda por completo, se
despoja de cada prenda y pensamiento lentamente. Solamente se cobija parte de
sus piernas y deja descubierto el lugar donde la espalda pierde su honesto
nombre. Su cuerpo sigue caliente de tanta concentración, el agua no alcanzó a
tocarla, se volvió nube y ahora llueve en todas partes.
De pronto me ve. Lo sé pues algo
se remueve en su mirada, como mariposa sacudida de una flor, como una vibración
en su retina, me mira y me sonríe. Después sigue concentrada en ese espiral; su
cuerpo parece ingrávido, flotando en su cama, su leve sonrisa confirma mi
presencia y no me deja entenderla. Se voltea con su mirada puesta en el cielo,
ese cielo visible a través de la nave, de las literas, la mugre, las ratas y
los cuerpos.
Caída. Comienzo a caer, como si
mi observación me traicionara, me veo acercarme sin reproches, dando saltos
cuánticos, mil horas divinas o segundos
mortales trascurren asimétricamente. Junto a ella me doy cuenta que mi tiempo
es su tiempo, mi mano empieza en su cadera y sus labios terminan en los míos.
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