jueves, noviembre 08, 2012

Okinawa

 
Las pequeñas callecitas empedradas vibraron dentro de mí. Esa vibración sentida en la epidermis de mi alma cuando respiro en estas islas. El sol en mi cabeza lanza sus rayos dorados e ilumina mi sendero, sus luces se expanden como un virus y llegan a mis dedos acompañados de un ligero cosquilleo.
 
 
La gente mira con amabilidad y compasión mi ligero paseo ¿acaso estoy flotando?  Sonrisas me explican que me entienden, me dan la bienvenida al vientre materno, me han esperado por años y aceptan mi regreso sin tanta emotividad – era obvio que volvería.
 
 
Las plantas tienen los colores necesarios. Las observo con cuidado y detenimiento, saboreo su textura, su brillantez y sus recovecos; quiero guardar en mi mente la imagen perfecta y el olor que emanan.
 
 
El cielo está despejado y una nube blanca adorna la decoración; los pájaros graznan de alegría junto al mar y el olor a brisa es el fondo del telón. Como un gato, ronroneo cuando roso con mi mano las casitas, mis pies descalzos se enfrían con la roca que pisan y mis ojos lagrimean cuando el sol sale por detrás de las montañas.
 
 
Hace muchos años, tendido estaba sobre estas hierbas. El camino ha terminado, nunca lo seguí porque no tenía forma, pero terminé aquí.

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